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Homenaje al Yiyo

De Purísima y Oro.

José Antonio Luna Alarcón.

El hombre ya se estaba yendo. La angustia se hizo presente casi un año antes, cuando la tragedia de Pozoblanco. Era un presentimiento inundándolo desde que abrió los ojos aquel día amargo. Una desazón inexplicable que intentó justificar al morir Paquirri. Pero no, la pesadumbre nunca más desapareció de su vida, como si el haberse anunciado en el cartel maldito lo hubiera condenado a la tristeza. Se le notaba la lejanía en el rostro. Si uno los observa detenidamente podrá advertirlo, los espadas siempre tienen en el fondo de la sonrisa un dejo hondo de melancolía, pero a José Cubero Yiyo se le acentuaba más.

Su imagen se refleja en el espejo húmedo. Levanta la barbilla y pasa el rastrillo. Los toreros se afeitan a conciencia, porque conocen que la barba crece más aprisa cuando se pasa mucho miedo. Es el 30 de agosto de 1985. Para esa tarde, junto a Antonio Chenel Antoñete y a José Luis Palomar matará la corrida de Marcos Núñez. Una fecha más. Discurre de las preocupaciones triviales al cansancio acumulado por una temporada a la que le falta mucho para que termine. Septiembre y después la feria del Pilar en Zaragoza, como el puerto amparador al final de un viaje largo y azaroso. Falta mucho. No se está a salvo hasta que dobla el último bicho de la temporada. El recuerdo lo asalta inevitable, la de Pozoblanco era la última corrida del año y al maestro Paquirri le costó la vida. Cruz, cruz, a pensar en otras cosas. Tras la puerta del cuarto de baño se oye la voz del apoderado que conversa con el mozo de espadas. Son las frases de rutina. Alcanza a escuchar que en el sorteo le ha correspondido un toro jirón que puede que se deje. Movimientos mecánicos, las mejillas conservan residuos de espuma que retira con la toalla.

Luego imagínense el cuadro. Los clarines de la plaza de Colmenar llaman a toriles y sale el sexto. Es el toro jirón. Yiyo calienta al cotarro con unos doblones rodilla en tierra de muy buena traza. Acto seguido, torea por naturales desmayados que el animal toma sin protestar. Es obediente al toque y embiste con claridad. Las tandas se suceden creciendo en armonía y ritmo. Ha bordado la faena agotando hasta el último pase y llega la hora de cuadrar al toro. Todo está saliendo a pedir de boca. Lía la muleta y monta la espada. Recreándose en la suerte se va tras ella marcando por nota los tiempos. El estoque entra hasta los gavilanes. Todo está perfectamente consumado y la corrida ha llegado al epílogo. Yiyo  sale airoso del embroque. Pero de pronto, la vida que gusta de divertirse con los hombres, cambia el juego y la partida da una vuelta. El toro hace por su matador que no logra librar el derrote, lo toca en la pierna sacándolo de balance. José Cubero cae y rueda para alejarse del peligro. Sin embargo, con ello no hace más que llamar la atención del astado que acomete de nueva cuenta. El diestro está tendido en el suelo, la fiera le tira un derrote certero que entra por el costado y lo levanta para dejarlo en pie, escapa a toda prisa desplomándose junto a las tablas. Son sólo segundos, pero cuando las asistencias llegan a por él, estupefactas se dan cuenta de que casi ha muerto. “Burlero” le ha partido el corazón. Mientras lo trasladan en vilo rumbo a la enfermería nadie puede creerlo, sólo él que con el último aliento entiende claramente la razón de su tristeza larga. Lleva un gesto cadavérico, los ojos abiertos y apagados, y la barba crecida que le azulea el cenizo tono de la muerte.

Correo electrónico: textosjal@hotmail.com

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